Dublín, vikinga y moderna

Este mes de enero hemos disfrutado de un fin de semana en Dublín y, aunque nos quedaron muchas cosas por ver, puedo decir que se trata de una ciudad única: por conjugar como nadie lo más tradicional con lo moderno y vanguardista; por su gente, lo más mediterráneo que me he encontrado por esas latitudes; y por ofrecer al mismo tiempo una amplia oferta cultural con la diversión asegurada (tan fácil como disfrutar de una Guinness escuchando música en directo en uno de sus tradicionales pubs).

Los dublineses son súper amigables, especialmente amables y acogedores, hablan con todo el mundo, y gritan cual españoles en restaurantes y pubs. ¡Te sientes como en casa! Yo creo que es su pasado vikingo, no en vano fue creada por este pueblo a orillas del rio Liffey en el siglo IX. Se trata de una ciudad portuaria pero que vive volcada al río.

En este río se ve muy claramente esa convivencia de lo más tradicional, con el Ha’Penny Bridge, en referencia al precio a pagar para cruzarlo, con lo más moderno, el vanguadista Samuel Beckett Bridge.

Para empezar, unas practicalities sobre como organizar el viaje. Viajamos con Ryanair, muy barato (70 euros por persona), y nos alojamos, como casi siempre últimamente, con Airbnb (la estancia en casa de Anne fue espectacular, una atención inmejorable, con detalles como flores en la habitación, ¡otra vez como en casa!). Para ir desde el aeropuerto de Dublín, muy moderno y funcional, al centro hay varias companías de autobús pero nosotros usamos la de Aircoach, donde nos atendieron muy bien aunque el conductor tenía un acento bastante peculiar (como muchos lugareños, para algo tienen su propio e indescrifrable idioma, el irlandés, co-oficial con el inglés).

Para ser una ciudad de su tamaño, un poco más de un millón de habitantes, es una ciudad muy tranquila y con una oferta cultural y de ocio brutal. ¡Creo que sería imposible aburrirse allí! ¿Qué otra ciudad tiene entre sus mayores atracciones turísticas un cementerio, el de Glasnevin, y una cárcel, Kilmainham Gaol, al mismo tiempo que ha sido nombrada Ciudad de Literatura por la Unesco? No en vano, Dublín cuenta con 4 premios Nóbel de esta especialidad y con otros grandes escritores, clásicos y actuales, entre ellos Oscar Wilde y Bram Stoker. Poca gente no pensará en James Joyce cuando se nombre Dublín, y a sus famosas novelas Dublineses y Ulises.

Fiel a su nombramiento como Ciudad de la Literatura, uno de sus atractivos es el famoso Libro de Kells, un manuscrito del siglo IX escrito por monjes celtas que se considera una verdadera obra de arte no solo por su gran belleza y su técnica, sino también por ser una pieza clave para el cristianismo celta, ya que contiene los cuatro Evangelios. El libro se visita en el Trinity College, la universidad más antigua de Irlanda, donde uno se siente un poco como en Hogwarts.

Antes de ver el libro se pasa por una pequeña exposición muy interesante donde explican cómo se realizó el libro, las diferencias entre los distintos escribas que lo redactaron, la técnica para realizar los dibujos, las tinturas usadas para los colores, etc. Las láminas y las miniaturas son una preciosidad, de unos colores muy vivos, incluso un poco naives.

Tras visitar el libro, se pasa a la Long Room, la Vieja Biblioteca, dónde me emocioné bastante de lo bonita que era, con sus más de 200.000 libros y sus 65 metros de largo. Suele haber colas para esta visita, aunque no tuvimos que esperar mucho, por lo que se recomienda comprar las entradas por su web.

Lo más visitado de Dublín y símbolo de la ciudad es la Fábrica de cerveza Guinness o Guinness Storehouse. Aquí si recomiendo comprar por adelantado las entradas, porque salen un poquito más baratas por la web pero encima de ahorras una buena cola y un valioso tiempo. La visita se realiza en las propias instalaciones de la fábrica, en un edificio que antiguamente se usaba como fermentadora y que se recicló para las visitas, dándole la forma de un gigantesco vaso de Guinness. Con la entrada, que vale para todo el día, te dan una audioguía multi idioma para que no te pierdas nada de nada. Empieza contando la historia de Arthur Guinness y como el arriesgado emprendedor firmó un contrato de arrendamiento de la fábrica por 9.000 años. Este señor tenía bastante claro que esto iba a funcionar o al menos que tendría todo ese tiempo para intentarlo…

Durante la visita libre te cuentan el proceso de creación de la cerveza Guinness, con su cebada tostada, que le confiere su tono oscuro, su lúpulo, su levadura (criada por ello mismos) y el agua (de Dublín, por supuesto); y las diferentes fases por las que pasan los ingredientes hasta el embotellado, pasando por el hervido, la fermentación, la tonelería, el transporte, etc. Todo en un itinerario muy ameno y didáctico. Puedes dedicar un rato a aprender a tirar una pinta para certificarte «oficialmente», y luego bebértela, claro. En el complejo hay varios bares donde tomarse una pinta, y en la planta 5 hay un restaurante más elegante, otro más sencillo y un pub tipo tradicional. En la séptima está el famoso Gravity Bar, circular y con una vista impresionante de la ciudad. En la planta baja tienen una tienda de souvenir con casi todo lo que te puedas imaginar con la marca Guinness.

Siguiendo con las bebidas alcohólicas, otra visita muy interesante es a la destilería Old Jameson, en Bow Street, donde originalmente John Jameson creó la fábrica a finales del siglo XVIII. Se trata de visitas guiadas, en inglés, durante unos 40 minutos, donde explican todo el proceso de elaboración del whisky irlandés (diferente del escocés y del bourbon americano por tener 3 destilaciones frente a las dos y una de los otros dos whiskis, respectivamente), con su cebada malteada y no malteada, las destilaciones en la sala de alambiques o el envejecimiento en los toneles de roble, reciclados de oporto o jerez, viendo como se evapora la parte de los ángeles. Luego pasas a una pequeña cata donde pruebas los 3 tipos de whiskis, irlandés, escocés y americano, para apreciar los matices dados por el número de destilaciones y por el hecho de que la cebada se tueste o no con humo (el escocés tiene un olor y sabor muy acentuado a humo por ser la cebada tostada con turba). Y donde te dan, por supuesto, tu certificado de catador. Al final del todo te agasajan con un combinado de whisky (Jameson, of course) con ginger ale (busca la receta en la foto). Personalmente, me encantó.

Dublín es también gastronomía. Lo primero que hice según aterrizamos fue buscar un restaurante tradicional para probar el coddle, un estofado a base de salchicha, tocillo, patata y cebolla, hecho con mimo a fuego lento (eso significa coddling). Y, aunque estaba delicioso, tengo que reconocer que no es la mejor elección para una cena. El restaurante The Woolen Mills era la pura representación de Dublín, tradicional y moderno al mismo tiempo. Conjugaba ser un restaurante con una larga tradición (James Joyce trabajó en él) con un ambiente actual moderno y distendido. El servicio, como en todo Dublín, excelente.

Buscando con un fish and chips tradicional dimos con Leo Burdock, que a pesar de parecer un restaurante de fast food se vanagloriaba de llevar desde 1913 sirviendo el mejor fish and chips de la ciudad. Bastante decente y, además, la propina tenía un objetivo muy loable.

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En The Exchequer, aunque buscábamos un plato tradicional de marisco, que no encontramos, si que dimos con un sitio muy agradable, con un fish and chips renovado pero delicioso y unas exquisitas croquetas de bacon y huevo.

Y como no podía ser de otro modo, buscamos un mercado de comida callejero y vimos que los sábados se celebra en Meeting House Square el Temple Bar Food Market. No fue fácil encontrarlo porque hay que entrar por un callejón al que se accede a un patio de manzana. No era muy grande pero tenía puestos tan interesantes como estos, además de poder tomarse un café con decoración de corazón.

Además de comprar para llevar se podía comer allí y nos decantamos por las mejores ostras que hemos probado nunca. Las que llamaban native, que eran salvajes, resultaron ser deliciosas y con el vino blanco que las acompañaba, un gran acierto como aperitivo. Además te regalaban la fábula de la ostra, que con un granito de arena hacía una perla, ¿qué no podremos hacer nosotros con todo lo que tenemos?

Y Dublín es sobre todo pubs y su ambiente en la zona de Temple Bar. Se trata de una calle con ramificaciones llena de pubs jolgoriosos y llenos de gente. La mayoría tenía música en directo y la gente era muy animada. Claro, que la cerveza no dejaba de correr. Algunos tenían patios para los fumadores, y casi todos eran una sucesión de salas casi laberínticas. En muchos de los pubs se podía comer también. Por esta zona habia rickshaw o triciclos en los que te llevaban cual taxis.

Aunque era enero y el clima no acompañaba, no pudimos dejar de visitar uno de los estupendos parques de Dublín, el Saint Stephen Green, uno de los más antiguos de Irlanda, del siglo XVII, con diversas estatuas y un amplio abanico de flora y fauna. A pesar de la estación, había flores. Un auténtico oasis.

Y por último, un homenaje al patrón de Irlanda, San Patricio, y su Catedral.

Y a su rival, la Catedral de la Santísima Trinidad. Ambas medievales y que montan una escandalera cuando se ponen a tocar las campanas.

Para otra visita, dejaremos los museos, de muy alto nivel y gratuitos.

Así es Dublín, vikinga, tradicional, moderna, vanguardista, acogedora, ruidosas y amables sus gentes, deliciosa, adorable. ¿Será que me he vuelto medio irlandesa?